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Argelia

Gran Erg Occidental (por Jorge Sánchez)

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Sabía que el Gran Erg Occidental (Gran Erg se traduce por «Mar de Arena») era un inmenso macizo compuesto de dunas abarcando una superficie desolada de unos 80.000 kilómetros cuadrados, o lo que es lo mismo, similar a la de la autonomía española Castilla-La Mancha. No es fácil visitar con propiedad este candidato a Patrimonio Mundial. Yo lo acometí desde Gardaya (Gardaïa), ciudad desde donde un buen día de octubre de 1992, tras santiguarme, inicié el viaje a la aventura hacia Gao, en Mali, atravesando el temible Tenezrouft, el desierto de los desiertos. El servicio de autobuses concluía en Adrar, pasando por El Golea y la bella ciudad de Timimoun y sus oasis. Más allá viajé en taxis compartidos hasta Reggane, antiguo centro de pruebas atómicas en tiempos de la colonia. Fue allí, en 1960, donde los franceses hicieron estallar su primera bomba nuclear, y por donde pasaban los camiones cargados con el oro de Bambuk, en las fuentes del río Níger, para ser embarcados a Marsella. A partir de esa ciudad comenzaba la pista por el desierto de los desiertos. Salí a las afueras y al cabo de cinco horas de espera pasó un vehículo conducido por tuaregs, que se comprometieron a llevarme hasta la frontera de Bordj Mojtar por 20 dólares americanos.

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Hasta entonces había asociado el desierto con la muerte, un lugar donde la vida está ausente. Y tan sólo las noches, claras y brillantes por la infinidad de estrellas junto a las cimas de las montañas del Ahaggar, donde acababa de estar, me habían parecido hermosas. Pero viajar en ese todoterreno a más de 120 kilómetros por hora por una pista de varios centenares de metros de anchura, me hacía sentir libre y amar ese desierto, que más que un impedimento para los viajes era un mar de comunicación entre los pueblos. Los tuaregs reían y corrían haciendo eses para romper la monotonía. Bidones esparcidos por aquí y por allá van indicando el camino para evitar desorientarse, lo que significaría la muerte, que cada año se cobra algún que otro turista temerario.

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Cada cincuenta kilómetros hay señales y a los doscientos cincuenta se halla la famosa Poste Weygand, con unas pocas barracas donde nos detuvimos para preparar el té tuareg, o chai, que sirven en vasitos tres veces, ni más ni menos; si te ofrecen un cuarto chai representa que te echan. Alrededor de doscientos cincuenta kilómetros más adelante paramos para la oración y la toilette, en un lugar también célebre llamado Bidón V. Y poco más de una hora después llegamos a la frontera con Mali, Bordj Mojtar. Era el único extranjero en todo el pueblo. Si algún turista llegaba en su coche con intención de cruzar a Mali, era persuadido de retroceder cuando le contaban los recientes incidentes de los tuaregs malianos, que se camuflan por la noche para espiar a los extranjeros que pretenden viajar a Gao, para esperarles a la salida de Argelia y robarles hasta dejarlos en calzoncillos. Dormía en un camping justo frente a la aduana y comía cuscús o una sémola de trigo, en un bar de un bereber llamado Alí, con el que haría bastante amistad. Él fue quien me aconsejaría esconder a salvo mi dinero una vez que se convenció de mi tozudez en cruzar, fuera como fuese, a Mali. Oculté 200 dólares en el plegadillo de mis calzoncillos, ya que los tuaregs nunca desnudan completamente a un hombre. Otros 100 dólares los camuflé por entre los pliegues de mi chéche que había comprado para soportar el sofocante calor del mediodía.

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Octubre es la época de la recolecta de dátiles. Semanalmente parten camiones procedentes de Adrar con destino Gao, pero son reacios a transportar extranjeros debido al servicio de espionaje de los tuaregs. Es más fácil que sea atracado un camión con turistas que otro con sólo argelinos. Por ello los camioneros me negaban su ayuda, y a no ser por la mediación de Alí que convenció a un viejo amigo suyo, habría tenido que esperar más tiempo. Pagué 80 dólares y una madrugada fui despertado por un chófer de túnica amarilla:

– ¡Rumí, vámonos ahora a Gao! Nadie sabe que vienes conmigo. Mantuve el secreto de mi salida para evitar a los bandidos.

Todavía oscuro subí sobre los sacos de dátiles, junto a cinco compañeros más, ocultando el color de mi piel blanca, a excepción de mis ojos, con mi chéche de color púrpura.

Justo al atravesar la frontera argelina paramos para rezar. El chófer me instó:

– Reza a tu manera, rumí. Vamos a necesitar la ayuda del Todopoderoso.

Pocos minutos más tarde entramos en territorio maliano.

(El viaje a Gao nos tomaría seis días y cinco noches. El promedio de kilómetros diarios que recorríamos era de poco más de cien).

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