Visitaría la medina de Fez bien temprano. Como mi hotel se encontraba cerca del portal Bab al Mahrouq, desayuné en 5 minutos y penetré en el zoco. En el pasado ya había estado dos veces en Fez, así que ya conocía la antigua universidad, las mezquitas principales y otras atracciones turísticas. En este viaje buscaba visitar las fábricas de los curtidores, que son tan buscadas por los turistas. Pero cada vez que preguntaba, la gente se me ofrecía como guía para conducirme a ellas mediando una propina. Cuando decía que me quedaba poco dinero, hacían un ademán de desprecio y no me señalaban el camino para llegar a ellas. Y así me sucedió las cinco o seis veces que pregunté.

No me importó; me dediqué a callejear por la medina despacio, fijándome en los productos que vendían en el zoco, en las vestimentas de las mujeres, en las actividades de las gentes, en los artesanos, y en la arquitectura de las casas, palacios, y madrasas o escuelas coránicas. Todo el rato iba esquivando burros con las alforjas llenas de frutas o verduras. Ellos tenían preferencia de paso en los angostos callejones.

Durante mi deambular leí en un letrero en español en una esquina donde se explicaba cómo llegar a una de las fábricas de curtidores, que en francés dicen «tannerie». Se trataba de la Tannerie Aïn Azliten y había una explicación en francés. Seguí por unos callejones llenos de burros y pronto di con ella gracias a los fuertes olores que desprendía desde fuera, lo cual es característico de las curtidurías. No era la «tannerie» más vistosa como la famosa Chouara, donde llevan a los grupos programados de turistas, pero me di por satisfecho al observar las técnicas que los obreros utilizaban. Nadie se molestó por mi presencia y me permitieron hacer fotos. Poco más visité en Fez, por ello me dirigí hacia el norte, en dirección a España. Pasadas las 9 de la noche el tren me dejó en Tánger.