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Países Bajos

Willemstad (por Jorge Sánchez)

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Aterricé en Curaçao con el propósito de visitar de una tacada las islas ABC (Aruba, Bonaire y Curaçao). El aeropuerto estaba muy lejos, practiqué el autostop, pero sin mucho éxito, así que al final abordé un autobús local que casi tomó una hora en depositarme en la capital de las isla, Willemstad. Lo primero que me llamó agradablemente la atención fue comprobar que allí todo el mundo hablaba el español, desde el conductor del autobús hasta los peatones, bien fuera porque eran inmigrantes de la vecina Venezuela o porque conocían el papiamento, la lengua abrumadoramente más hablada de Curaçao (el holandés sólo lo habla como lengua materna un 10 por ciento de la isla), pero como el papiamento contiene una gran proporción de palabras en español (aunque muchas deformadas) con préstamos del portugués y dialectos africanos, era muy divertido comunicarse en ella.

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Willemstad era una ciudad bella, muy bella y la arquitectura del centro histórico es de estilo colonial holandés. Sus casas estaban pintadas de colores pastel y se dividen en barrios bien determinados. Una zona está amurallada y alberga el Fort Amsterdam, otra estaba habitada por nativos ricos que vivían en grandes mansiones. Un barrio se llamaba Otrobanda (derivado del español «otra banda») y estaba situado en la otra banda del centro. Y aún había otro barrio donde vivían los judíos, que eran banqueros y comerciantes. Los barcos, al entrar en el puerto por debajo del puente de la Reina Juliana, parecía que te iban a atropellar, pues bordeaban las calles del centro. Los mercados junto al puerto, con vendedores venezolanos, eran exóticos y la vida barata. Me contaron que al acabar de vender su pescado regresaban a Venezuela en barco, sin pasar ningún tipo de emigración, como Pedro por su casa.

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Me pareció que el atractivo principal cultural de Willemstad era su famosa sinagoga, que es la más antigua del continente americano. Fue fundada en los años 50 del siglo XVII por judíos descendientes de españoles y portugueses, que primero habían huido a Holanda y Brasil antes de emigrar a Curaçao. Entré en ella gracias a que el portero, que hablaba español perfectamente, me convenció. El billete de ingreso costaba en florines antillanos neerlandeses el equivalente a 5 euros.

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Había diversos museos en la isla, pero preferí mezclarme con las gentes hablando español y recorrer sus barrios. Por la noche regresé en autostop al aeropuerto para dormir, pues llevaba poco dinero. Y al día siguiente proseguí mi viaje entre las islas ABC.

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