MunDandy

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Reino Unido

Destino con forma de piedra

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Pocas historias tan apasionantes he leído en mi vida como la de la Piedra del Destino. Como me ha sucedido en numerosas ocasiones, la primera información que tuve sobre este símbolo nacional escocés me llegó de manera fortuita al cruzarme con el relato de un robo muy especial perpetrado por unos estudiantes. Al principio pensé que todo era producto de la fértil imaginación de un buen novelista, pero al ir adentrándome en el hilo de la narración me di cuenta de que aquello había ocurrido realmente. El autor respondía al nombre de Ian Hamilton y era uno de los cuatro jóvenes nacionalistas escoceses que en la madrugada del día de Navidad de 1950 se introdujeron en la abadía de Westminster con el fin de recuperar algo que, aunque asemejara ser una simple piedra sin valor, resultaba de vital importancia para su país.

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Los orígenes de la Piedra del Destino están tan envueltos en la bruma de la leyenda que se remontan nada menos que al Antiguo Testamento. Se dice que al sorprender la noche a Jacob en el campo una jornada buscó algo que pudiera servirle de almohada, hallándolo en un pedazo de roca de tamaño rectangular. Aquella noche el profeta tuvo un sueño celestial, por lo que a la mañana siguiente se llevó la piedra consigo. Tras diversas vicisitudes, que darían para escribir un libro, llegó ésta a Irlanda llevada por el hijo de un rey de Brigantia, población situada actualmente en territorio gallego. De allí pasó a Escocia al extenderse las tribus gaélicas por el norte de la isla vecina. Y fue en las Highlands donde se formalizó la costumbre, parece ser que ya instaurada con anterioridad, de coronar a sus monarcas usando la ya famosa piedra como trono.

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La Piedra del Destino permaneció en Escocia hasta que a finales del siglo XIII el rey inglés Edward I se la apropió como botín de guerra, trasladándola a la abadía de Westminster. Hay quien asegura que la roca original fue escondida por los monjes que la custodiaban, lo cual no extrañaría demasiado si se tiene en cuenta la afición de los escoceses a ocultar sus objetos de valor cuando los ven en peligro, pero si ello es cierto lo hicieron tan bien que nunca volvió a ser localizada. El caso es que desde entonces prácticamente todos los reyes ingleses y algunos escoceses han sido coronados en la silla que, en un alarde de sofisticación, Edward I hizo construir sobre la piedra. Y ésta no volvió a salir de la abadía londinense durante siete largos siglos, excepto en el episodio inicialmente mencionado.

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La aventura de Ian Hamilton y sus colegas duró unos meses, durante los que fueron escondiendo la piedra en diversos lugares hasta que consiguieron llevarla a Escocia en el maletero de un vehículo. Allí hicieron reparar una rotura que al parecer le habían causado los ingleses tiempo atrás pero, ante las enormes presiones ejercidas por el Gobierno Británico, decidieron abandonarla en la abadía de Arbroath, desde donde fue devuelta a Westminster. En 1996, cuando se cumplían setecientos años del robo de la Piedra del Destino por parte del rey inglés Edward I, el entonces Primer Ministro John Major decidió restituirla a Escocia bajo la promesa de permitir su utilización en las ceremonias de coronación de los futuros reyes británicos. Desde entonces se encuentra a resguardo en el castillo de Edimburgo junto a las Joyas de la Corona escocesa, que también hubieron de ser escondidas en su momento para protegerlas de las garras del temido Oliver Cromwell.

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Ian Hamilton tardó casi seis décadas en volver a encontrarse con la Piedra del Destino, hecho que ocurrió en 2008 cuando ya era un anciano de ochenta y tres años. Su gesto juvenil de liberar un icono de su patria supuso un considerable espaldarazo para el nacionalismo escocés, en horas bajas desde hacía siglos. Bastantes años después de leer su historia tuve ocasión de observar como este bloque de roca arenisca, de unos ciento cincuenta kilos de peso, ocupa un sitio preponderante en el castillo de Edimburgo junto a la corona, el cetro y la espada que componen los llamados Honores de Escocia. En aquel lugar, bajo una luz tenue, en un ambiente de respeto tan absoluto que incluso están estrictamente prohibidas las fotografías, los escoceses rinden homenaje a sus símbolos confiando en que nunca más tengan que ser ocultados con el fin de preservar su identidad como pueblo.

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