MunDandy

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Islandia

Inmensidad blanca

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Nada más leer la novela Viaje al centro de la Tierra de Jules Verne, siendo aún un niño, comencé a sentir una atracción especial por Islandia, que se convirtió en fascinación cuando profundicé algo más en este inhóspito territorio. Aprendí entonces que esta isla situada en el noroeste de Europa es un lugar único en el mundo debido a los extraños fenómenos geológicos que en ella suceden. Desde entonces, el hecho de viajar a este país se convirtió en una prioridad para mí, aunque quizás de manera inconsciente fui posponiendo la visita hasta que hace ya bastantes años decidí tomar un vuelo con destino Reykjavík, la capital situada más al norte de todo el planeta.

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Uno de los puntos álgidos de este viaje lo constituía la posibilidad de subir al glaciar Vatnajökull, del que tanto había oído hablar. Situado al suroeste del territorio islandés, este glaciar tiene una superficie de más de ocho mil kilómetros cuadrados, lo que equivale más o menos al tamaño de la provincia española de Valladolid. Se trata, además, del glaciar con mayor volumen de hielo en Europa, superando los tres mil kilómetros cúbicos. Para hacerse una idea de lo que supone este dato, el espesor del hielo llega a superar los mil metros en algunas zonas y bajo el mismo se encuentran diversos volcanes, algunos de los cuales mantienen todavía la actividad.

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La noche anterior a la subida la pasé comiendo cigalas en la ciudad de Höfn, una de las más pobladas del país. Teniendo en cuenta que la población de esta localidad es de unos dos mil habitantes puede entenderse el significado del concepto ciudad en Islandia. La mañana siguiente un autobús que nos llevaría a lo alto del glaciar. La pendiente no es demasiado escarpada y los vehículos pueden aproximarse prácticamente hasta la cima. Algo muy recomendable para mí, que con mi habitual imprevisión no llevaba ni la más mínima equipación de montaña. El autobús me dejó cerca de una cabaña donde pueden alquilarse un mono térmico y unas botas. También incluye un restaurante donde pueden verse unas interesantes fotos que muestran el retroceso del glaciar con los años. Creo que en este lugar empecé a ser totalmente consciente del peligro que supone el cambio climático para nuestro pequeño y maltratado Planeta Tierra.

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Subí a un todoterreno para desplazarme un poco por el glaciar. La longitud máxima de éste supera los ciento cincuenta kilómetros, por lo que cruzarlo de una punta a otra lleva su tiempo. No era esa mi intención, tan solo pretendía hacerme una idea de la enormidad de este lugar, algo de lo que te vas dando cuenta conforme te vas adentrando en él. En diversas zonas el conductor me mostraba el altímetro del vehículo, que superaba en algunas centenas el kilómetro. Paramos cerca de algunas fisuras en el hielo, con espacio más que suficiente para que cupiera en ellas una persona. ‘¿Cuál puede ser la profundidad de esas grietas?, pregunté. ‘Varios centenares de metros’, fue la intranquilizadora respuesta que obtuve.

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Llegados a un punto emprendí el regreso en una moto de nieve en lugar del todoterreno. Tras pilotar unos centenares de metros, volvió a mi mente la imagen de aquella amenazante abertura y pedí a mi acompañante cambiar el puesto para colocarme de paquete. Poco a poco, intentando seguir la huella trazada por el 4×4 para evitar colarnos por alguna fractura del terreno, desandamos nuestros pasos hasta lograr volver al punto de partida. Y aunque por una parte me invadió cierta tristeza por abandonar tan mágico lugar, por otra debo admitir que me sentí aliviado. Aquella inmensidad blanca tan solo se había quedado con parte de mi corazón, pero el resto de mi cuerpo lograba salir indemne del encuentro con ella.

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