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Rusia

Kizhi Pogost (por Jorge Sánchez)

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Desde San Petersburgo llegué por la mañana en tren a Petrozavodsk, ciudad que también había sido fundada por el zar Pedro I el Grande. Pretendía viajar a una isla llamada Kizhi, en el lago Onega. Allí esperaba contemplar una iglesia extraordinaria llamada de la Transfiguración, construida completamente de madera encastrada, sin usar clavos.

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Como tenía varias horas de tiempo antes de la salida del hidroala, que los rusos llamaban Meteor, visité lo mejor que pude Petrozavodsk. Una estatua dedicada a Pedro I recordaba la fundación de la ciudad el año 1703. También había monumentos dedicados a Marx y Engels hablando apaciblemente, y a los pescadores del lago Onega. La ciudad parecía agradable. Me dio tiempo a entrar en la catedral Alexander Nevski, admirar la fachada del teatro y aún otros edificios notables. El precio ida y vuelta para viajar en el «Meteor» a Kizhi costaba 1900 rublos, igual precio para rusos que para extranjeros. Nadie se podía quedar a dormir en Kizhi, estaba prohibido. El último Meteor regresaba a Petrozavodsk a las 6 de la tarde.

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A la llegada todos compramos el billete de entrada al lugar. Había un guía que daba explicaciones y ofrecía un tour gratuito, pero yo preferí descubrir a mi aire esa isla, pues su longitud apenas alcanza 6 kilómetros por 1 de anchura.

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Pronto hallé la famosa iglesia de la Transfiguración. Era maravillosa, una obra de arte, tanto por fuera como por dentro. Si es verdad la leyenda que afirma que su maestro, llamado Néstor, la creó con ayuda de solamente un hacha, que luego lanzó al lago, su construcción se acerca a lo milagroso. En otra iglesia vecina, llamada Intercesión, que incluso rivalizaba en belleza con la de la Transfiguración, hubo un servicio religioso para los pasajeros del Meteor. Yo también participé en la misa y le compré un cirio al pope. Vi una tercera iglesia, llamada San Lázaro, y un campanario, un museo, una tienda de suvenires, una oficina de correos más una cafetería. Un hombre vendía en la calle figuritas de madera. No vivía casi nadie en esa isla, solo unos pocos pueblerinos más algunos empleados y personal de mantenimiento y seguridad. Recuerdo que al entrar en una casa había tres mujeres jóvenes que estaban sentadas, cosiendo y cantando antiguas canciones rusas. Adiviné que habían comenzado a cantar cuando escucharon mis pisadas mientras subía a su habitación. Era una especie de montaje para los turistas, pero me encantó, y me quedé un rato con ellas escuchando sus bellas melodías folclóricas.

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De regreso a Petrozavodsk me uní a un grupo de peregrinos rusos que se dirigían a un monasterio de las Islas Solovetsky (otro Patrimonio de la Humanidad). Esa misma noche abordamos un tren hasta la ciudad de Kem, donde en un puerto cercano (Rabocheostrovsk) nos embarcaríamos al día siguiente en un ferry matutino al monasterio Solovetsky.

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