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Siria

Damasco (por Jorge Sánchez)

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Llegué a la ciudad de Damasco hacia el mediodía, proveniente de Tartous, en la costa, y pronto hallé un alojamiento en el centro donde tuve la suerte de pagar el precio de mi habitación en libras sirias, que se compraban baratísimas en el mercado negro. En otros hoteles donde había pernoctado previamente (Alepo, Latakia, e incluso en Palmira) se me exigió el pago en dólares americanos. Era el año 1988. Gracias al precio casi regalado de mi hotel aproveché y me quedé en Damasco tres días. Ya desde esos años se notaba la influencia y amistad rusa (entonces soviética) en Siria. Enfrente de mi hotel observé un edificio de varias plantas que hacía las veces de un centro cultural ruso. Entré en él por curiosidad y vi a muchos sirios jóvenes que aprendían la lengua rusa, leían poemas de Pushkin y algunos jugaban al ajedrez.

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Damasco se considera una de las ciudades más antiguas del mundo habitada permanentemente, por lo que tenía encanto. No me cansaba nunca de pasear por el centro histórico; todo lo encontraba sorprendente y exótico, más que en Turquía (país desde donde acababa de entrar por tierra a Siria). Admiraba ensimismado la belleza de sus mezquitas (como la Gran Mezquita de los Omeyas), de los palacios, medersas, y los bazares llenos de artesanos, vendedores ofreciendo lámparas, telas, frutos secos, souvenires varios y miniaturas de antiguos manuscritos. Recuerdo que en el zoco principal había un pasillo de al menos 1 kilómetro de largo donde todas las tiendas vendían exclusivamente joyas de oro. Damasco me pareció una ciudad muy rica.

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Tenía dos objetivos turísticos antes de llegar a Damasco y ambos los cumplí. Uno era visitar la tumba de nuestro sabio murciano Ibn Arabi, que es muy querido en el mundo musulmán. El otro lugar era la casa de san Ananías, donde se refugió Pablo de Tarso cuando se quedó ciego y le ayudó a recuperar su ceguera. El lugar era entrañable y en la capilla me entraron ganas de llorar. Tras Damasco me dirigí en autobús al castillo de Crac de los Caballeros, en cuyas viejas mazmorras pasaría esa noche.

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