‘Joer, tronco, te ha quedado un título hipercursi’. ‘Y que lo digas, colega, mi imaginación ya no es lo que era, estoy perdiendo facultades a marchas forzadas’. ‘No te preocupes, tío, que lo que importa no es el continente, sino el contenido; no es lo que se dice, sino lo que se quiere decir’. ‘De todas formas, esto no lo va a leer ni el tato, así que puedo permitirme titularlo como quiera y desvariar lo que me apetezca’. ‘Bueno, pero que no se te vaya demasiado la pinza, no sea que te acusen de haberte pillado el virus y ser un transmisor en potencia, tal cual están haciendo con los ciudadanos madrileños.’

Bromas, o realidades, aparte, vayamos al grano. Érase una vez un país que vivía medianamente bien dentro de lo que cabe. Sus ciudadanos se odiaban entre ellos y pretendían estar por encima del vecino como fuese, pero éste solía considerarse un hecho natural. Bien fuera porque en realidad les gustaba, bien para presumir en el barrio, muchos de ellos solían viajar a territorios remotos, con la vana intención de colmar su ego con experiencias a cada cual más estrafalaria. Algunos privilegiados incluso cobraban por ello, haciéndose pasar por viajeros y periodistas expertos o mostrando su lomo en entornos al menos medianamente favorecedores. Y, de repente, todo se fue el garete.

Sin saber muy bien por qué, culpa del mal fario para unos, castigo divino para otros, hizo su presencia un invitado inesperado. De procedencia al parecer desconocida y técnicamente denominado coronavirus por su aspecto, el bicho, tal y como lo conocemos algunos, y que no se me enfaden mis amigos puertorriqueños, ha hecho estragos en una sociedad demasiado acostumbrada a mirar al exterior y obviar las bondades que le esperaban en casa. Se acabaron los destinos lejanos, se terminó el lucir cacho en playas exóticas, finalizó el presumir en las redes sociales de un conteo de países visitados in crescendo. De repente, todos, viajeros, turistas, influencers, presstrippers y numerosos otros personajes habituales en el argot se pusieron de acuerdo en que el territorio español tenía mucho que ofrecer.

Trepas, que sigue habiéndolos en demasía, aparte, algunos (pocos) llevamos años apostando por España. Cultural, natural, histórica, gastronómica y patrimonialmente hablando, el territorio español actual tiene mucho que ofrecer al visitante. Por aportar unos datos relacionados con bienes protegidos por la UNESCO, con fecha de 2023 España tiene cincuenta lugares declarados Patrimonio Mundial; cincuenta y tres elementos estimados Reserva de la Biosfera; dieciséis sitios de importancia geológica considerados Geoparque; y diecinueve tradiciones a las que se define como Patrimonio Cultural Inmaterial. La suma de todos ellos hace un total de ciento treinta y ocho, cifra tan solo superada a nivel mundial por China, que llega hasta ciento setenta y cuatro.

Yendo más allá de la frialdad de los datos, España puede presumir de una naturaleza privilegiada. De tradiciones ancestrales que llevan celebrándose centenares de años. De estilos arquitectónicos, como el mudéjar o el mozárabe, que no se encuentran en ningún otro lugar. De una gastronomía sin parangón, con influencias árabes, atlánticas y mediterráneas. De un patrimonio megalítico irrepetible. De algunos de los mejores museos de arte del mundo. Y, cómo no, de un clima todavía benigno, lejos de la oscuridad habitual en latitudes más septentrionales. Ha tenido que llegar una pandemia para que influencers, presstrippers, blogtriperos y otras hierbas caigan del guindo y acepten la derrota de lo exótico ante lo cotidiano. Por supuesto, podéis seguir llamándome cursi, pero seguro que coincidís conmigo en que la española es una tierra realmente hermosa.