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Arabia Saudí

Islas Farasan (por Jorge Sánchez)

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Desde la interesante ciudad de Abha, en el suroeste de Arabia Saudita, me dirigí en autobús a Jizán, a orillas del mar Rojo, desde cuyo puerto abordé un barco con destino a la isla Farasan, la mayor del archipiélago del mismo nombre. El billete de acceso era gratuito. Solicité el billete de vuelta para dos días más tarde, pues concluí que ese tiempo sería suficiente para explorar la isla.

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Tras una travesía de una hora y media llegué al puerto y contraté un taxi para que me depositara en la capital de la isla, llamada también Farasan, que se localizaba a unos 15 kilómetros de distancia. No había servicio de autobuses y hacía demasiado calor para caminar 3 horas. Una vez en la ciudad alquilé una habitación en un hotel justo frente al mercado de pescado.

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Por lo que aprendí gracias a las conversaciones que mantuve con la amable recepcionista de mi hotel, la isla Farasan tiene una superficie de unos 680 kilómetros cuadrados y es la más grande del archipiélago. Unida a ella por un puente se encuentra la isla Sajid, que me aconsejó visitar. La isla de Farasan es árida, plana, y posee pocos atractivos turísticos, salvo sus playas, que son muy populares con los turistas árabes de la península. Pero la historia que encierra compensa la carencia de belleza natural. Y es que debido a unas inscripciones en latín encontradas en un lugar llamado Al Qassar, se cree que en la isla Farasan se ubicaba la guarnición romana más alejada de la capital Roma, a unos 4000 kilómetros de distancia, y el lugar era conocido como Portus Ferresanus, en la región de Arabia Felix, que hoy corresponde con el actual país de Yemen.

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Ese día no exploré la isla sino que me quedé en la capital degustando pescado fresco en el mercado frente a mi hotel. En un puesto se compraba un pez de medio kilo por unos 15 riales (3.5 euros) y luego se llevaba a una cafetería donde te lo cocinaban por 5 riales.

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Por la mañana determiné recorrer la isla en la dirección que me había indicado la recepcionista del hotel, para alcanzar Al Qassar. No había autobuses locales y se debía contratar taxis para desplazarte de un lado a otro de la isla. Comencé caminando por una hora seguida, al cabo de la cual un soldado con su coche paró a mi lado sin que yo hiciera autostop, y me preguntó hacia dónde me dirigía. Al contestarle que iba a Al Qassar para visitar los vestigios romanos, me llevó allí. Al llegar vi ruinas con piedras por doquier y restos de muros, donde hacía dos milenios debió haber un poblado, Algunas casas parecían haber sido reconstruidas pues habían colocado un techo, pero la sensación que tuve es que el lugar estaba muy abandonado, sin ninguna protección, y no me causó una gran impresión.

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Más grata sería la visita que realicé por la tarde a una mezquita centenaria llamada Nadji, la cual, según me contó la recepcionista de mi hotel, exhibía elementos arquitectónicos comunes con la Alhambra de Granada, en España, aunque yo no los supe distinguir. Tras la mezquita caminé hacia la mansión de un mercader de perlas. El sitio se llamaba Beit Al Refai y sus paredes estaban estucadas. Su construcción y motivos mostraban reminiscencias de la India, aunque todo estaba abandonado y medio destruido.

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El día siguiente alquilé un taxi para que me llevara a la vecina isla Sajid, también habitada, y unida a Farasan por un puente. Por el camino nos cruzamos con las famosas gacelas de Farasan. Al cabo de unas una hora de recorrer la pequeña isla Sajid le ordené al taxista que me llevara al puerto, desde donde poco después embarqué de regreso a la población de Jizán.

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