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China

Lijiang (por Jorge Sánchez)

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Llegué a la vieja Lijiang en autobús proveniente de la encantadora Dali. Paseando por la parte vieja de la ciudad un chino chapurreando español me abordó ofreciéndome alojamiento en su casa, situada a 5 kilómetros de Lijiang. No sé cómo había adivinado que era español pues no llevaba ningún parche con el escudo de España en mi pequeña bolsa, ni portaba un sombrero cordobés, ni tampoco iba tocando las castañuelas por la calle. Probablemente era el único español ese día en Lijiang, pues por la calle solo escuchaba los idiomas francés, inglés e italiano entre los turistas. Para convencerme, el chino me mostró fotografías y direcciones de otros españoles que se habían alojado en su casa (Carmen de Sevilla, Javier de Madrid, la pareja de Isabel y Juan de Zaragoza, etc.).

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Se me presentó como Ricardo (muchos chinos adoptan un segundo nombre inglés, o en este caso español), era simpático, parecía noble y no me sugirió entrar en ninguna tienda para comprar suvenires. Pertenecía a la etnia Naxi y su lengua materna era muy parecida al tibetano, idioma que también dominaba, por lo que me propuso viajar juntos a Lhasa, él como guía, por una ruta que él conocía por haber acompañado a otros turistas, pues Lijiang es precisamente una de las puertas terrestres para penetrar en el misterioso mundo tibetano. Como el precio de la casa de Ricardo (35 Yuan) era incluso inferior al de una cama en un dormitorio en el Youth Hostel de la ciudad, me fui con él. Me prestó una de sus dos bicicletas para dirigirnos a su casa, dejé mi pequeña bolsa y regresamos al centro, donde me mostró sus atractivos turísticos y me invitó a tomar un té en el tejado de una cafetería desde donde se dominaba todo Lijiang y la gracia de su seductora arquitectura.

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Me gustó Lijiang, sus barrios observaban una armonía arquitectónica, y sus canales repartían el agua por toda la ciudad de una manera ingeniosa. La provincia de Yunnan, donde se halla Lijiang, es la más rica de China en diversidad étnica y cuenta con unas veinte etnias, o casi la mitad de los 46 grupos étnicos existentes en China. Por las calles íbamos encontrándonos con chinos de vestimentas fantásticas y Ricardo me iba explicándome a qué etnias pertenecían, pues las conocía todas.

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A pesar de que yo nunca contrato guías, y así se lo hice saber, Ricardo me tomó simpatía y me dijo que igualmente me acompañaría, pero sin cobrarme nada, sólo el precio de su habitación. A media tarde pasamos por el Naxi Concert Hall. Me explicó que uno de los músicos que actuaban allí era un tío suyo. Y tan bien me habló de los conciertos de música antigua china interpretada con viejos instrumentos musicales a cargo de músicos octogenarios, que me convenció y compré un billete para esa noche por 120 Yuan. Él me esperaría a la salida del espectáculo con las dos bicicletas para regresa a su casa a dormir. A las 8 de la noche éramos apenas diez espectadores en la sala, todos chinos menos yo. Todos los músicos, unos cuarenta, pertenecían a la raza Naxi y muchos de sus temas, así como instrumentos, eran únicos de su etnia. El concierto me despertó fibras del alma, tal era el virtuosismo de esos músicos ancianos, algunos de ellos ciegos. Salí casi llorando de emoción de allí por la música que escuché. El noble Ricardo me miró sonriente, y al llegar a su casa me preparó un té.

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Cuando dos días más tarde me despedí de Ricardo le di una propina, algo que no suelo hacer prácticamente nunca, pero él se lo mereció. El tercer día viajé en autobús a la provincia de Sichuan.

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