Un gran porcentaje de mis amigos viajeros consideran a Praga la ciudad más hermosa de Europa. Yo nunca estuve de acuerdo con ellos, aunque admiro su romanticismo por sus tranvías y su entrañable Callejón del Oro, además de su plaza de la Ciudad Vieja y edificios vecinos, por no mencionar sus bares sirviendo deliciosas cervezas. Sin embargo, a mí me gustan más Roma, París, o hasta la Plaza Roja de Moscú con su kremlin. Claro, el puente de Carlos sobre el río Moldava (llamado Vltava por los indígenas) es una de las principales maravillas de Praga; pocos puentes hay en Europa que se le igualen en espectacularidad. Sólo por ese puente Praga merece ser un patrimonio mundial; siempre sobre él se encuentran vendedores de suvenires, pintores, músicos, y turistas, oleadas ininterrumpidas de turistas. Es el puente más histórico de la ciudad y sobre él se ha erigido una treintena de esculturas representando santos, aunque también hay algunas estatuas de la Virgen María y una sobre la Crucifixión de Jesucristo.

Sin embargo, algunos edificios de Praga, aunque interesantes, como la Iglesia de Nuestra Señora de Týn con sus torres, me parecen escenarios góticos de una película de Batman por su belleza «escalofriante». Curiosamente, a pesar de haber visitado Praga en tres ocasiones, desde la mañana hasta la media tarde, nunca he pasado la noche en esta ciudad (salvo en un ocasión en la que mi vuelo de Barcelona a Moscú hacía una parada de una noche de tránsito en Praga y me quedé a dormir en el interior del aeropuerto).