Pasé una semana entera a las orillas del lago de Atitlán, de tanto que me gustó. Creo que ha sido el lago más bello que jamás haya visitado durante mis viajes. Iba viajando con una compañera canadiense y decidimos descansar en Panajachel para reponernos del trote que llevábamos, al viajar 2 meses seguidos por el sur de Estados Unidos de América y por México. Además, la comida allí era deliciosa y barata. Cada día, desde Panajachel, lugar que los turistas denominaban «Gringotenango», realizábamos una excursión diferente a diversos poblados bañados por ese idílico lago. A veces nos encontrábamos con españoles provenientes del País Vasco en las aldeas más remotas. Estaban allí desde hacía largo tiempo porque no podían regresar a España para no tener problemas con la Justicia. Era gente amable y se alegraban de encontrarse con otro compatriota.

Nuestra rutina diaria, tras el desayuno en nuestro hotel justo frente al lago con una vista fabulosa de 3 volcanes, consistía en ir al puerto y preguntar por las salidas de las barcas hacia aldeas indígenas que aún no conocíamos, como San Pedro, San Juan, San Antonio, San Pablo, San Marcos, etc. En cada uno de estos lugares los indígenas vendían frutas exóticas, más artículos de artesanía, como máscaras y telas. En aquellos tiempos (año 1983) no había carreteras que unieran los poblados y era necesario utilizar canoas o lanchas.