Siempre que se acerca el momento de viajar me asalta una sensación que, a pesar de ser ya muy conocida, no deja de resultarme agradable. Aunque no resulta fácil expresarla con palabras, podría describirla como una especie de excitación interior, algo así como un leve nerviosismo que pone mis sentidos en alerta, preparándome para vivir nuevas experiencias y obtener de ellas el máximo rédito posible. A pesar de que llego a ese estado independientemente del destino elegido, su grado suele depender de la cantidad y calidad de las vivencias que inconscientemente siento que me esperan. Y mientras preparaba una pequeña mochila con las cosas necesarias para una nueva aventura aquel fin de semana, mi termómetro interior indicaba un nivel de entusiasmo elevado.

No había leído demasiado sobre la Rioja Alavesa hasta entonces, aunque todo lo que había oído acerca de ese lugar era positivo. Como buen aficionado al mundo del vino conocía la excepcional calidad de alguna de sus bodegas. Presumía que sus habitantes disfrutan de un nivel de vida considerable. Y sabía que uno de los pueblos que planeaba visitar, Labraza, había sido elegida un par de años atrás como mejor población amurallada a nivel mundial por una organización llamada Círculo Internacional de Ciudades Amuralladas. A factores tan promisorios se añadían una cuidada gastronomía, una población famosa por su arquitectura popular y un entorno natural que se intuía agradable.

Nada más pisar esas tierras alavesas pude darme cuenta de que el vino no es allí tan solo una forma de ganarse la vida, sino toda una razón de ser. Eje sobre el que gira toda la economía de la zona, sus habitantes hablan y no paran de sus virtudes casi milagrosas. Y es que este néctar de dioses es una inagotable fuente de salud, siempre que sea consumido en su justa medida. Un viaje a la Rioja Alavesa no estaría completo, por consiguiente, sin la visita a una bodega. Gracias a la invitación de Thabuca Wine Tours, especialistas en el mundo del vino, pude conocer Solar Viejo, situada en la villa de Laguardia. En ella, aparte de dar buena cuenta de alguno de sus caldos, fui informado de una manera amena y profesional sobre su sistema de producción. Vanguardista siempre en la zona, tanto en el diseño de muchas de las bodegas en sí mismas como en el tratamiento del producto resultante.

Como no solo de vino vive el viajero, dediqué también parte de mi tiempo a visitar varias de las localidades de la zona. Pude disfrutar así de la mencionada Labraza, diminuta villa medieval situada en lo alto de una colina y cuidada hasta el más mínimo detalle por sus escasos pobladores, encabezados todavía entonces por el poeta autodidacta Urbano Requibatiz. En Moreda me sorprendió la abundancia de casas blasonadas, así como el impresionante retablo barroco de la iglesia de Santa María. De Laguardia solo puedo decir que su Plaza Mayor es de las más bonitas que he visto jamás y algunos de sus rincones me transportaron hasta la Edad Media. Y Labastida, cuya construcción más destacada es la magnífica iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, es una suerte de compendio de todo lo anterior, conservado de una manera pulcra hasta el extremo.

Porque ese es precisamente el término que usaría si tuviera que definir la Rioja Alavesa con una sola palabra: pulcritud. Todo parece cuidado hasta el más mínimo detalle por parte de sus habitantes, orgullosos de la tierra que los vio nacer y deseosos de mostrársela al visitante que hasta ella se acerca. Para que no faltara de nada, en una pequeña e inmaculada plazuela de Laguardia me esperaba una escultura llamada Viajeros, que representa en bronce objetos relacionados con los viajes de una manera tan realista que hay que acercarse a tocarlos para convencerse de que no son auténticos. No podía imaginar una guinda mejor para esos días pasados entre viñedos.