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Turquía

Hierápolis – Pamukkale (por Jorge Sánchez)

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Al abandonar en autobús Alepo (en Siria) entré en Turquía y me paré en la primera ciudad: Antakya (Antioquía), donde entré en un chaijaná y en una de sus paredes vi un póster con una vista impresionante; el sitio se llamaba Pamukkale, así que al poco rato, tras tomarme un té, me fui para allí en otro autobús con destino final Izmir (la antigua Esmirna), donde a las pocas horas transbordaría en otro autobús a Pamukkale.

Pamukkale quedaba cerca de Izmir, y lo primero que vi fueron unas ruinas helenistas de la antigua ciudad de Hierápolis, erigida durante el siglo II antes de Jesucristo. Las recorrí leyendo los letreros y así supe que había visto un teatro, el templo de Apolo y tumbas varias. El sitio no estuvo mal; en cierto modo esas ruinas me recordaron a las de Mérida, en España, pero por Hierápolis no habría hecho ese largo viaje en autobús desde Antakya. Pero sí por lo que vería a continuación.

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Desde Hierápolis caminé unos metros hacia abajo y fue entonces cuando encontré la vista del póster: una montaña blanca cortada como en rodajas formando escalones con balsas de agua sostenidas por estalactitas. El nombre de Pamukkale significa en turco: «castillo de algodón».

El sitio era inusual y sobrecogedor. Aunque hacía frío por ser un mes de diciembre, había bastantes turistas, casi todos turcos y los turistas más osados se mojaban los pies en las balsas. Yo no fui osado y preferí no mojármelos. Esas aguas termales se conocían desde la antigüedad pues los antiguos romanos ya las describen y las alababan por sus propiedades terapéuticas.

Tras unas cuatro horas de contemplación me fui en autobús a Konya para presenciar durante una semana entera, día tras día, las danzas de los derviches mevleví.

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