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Estados Unidos

San Juan de Puerto Rico (por Jorge Sánchez)

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Tres veces he viajado a San Juan de Puerto Rico, la segunda ciudad fundada por los españoles en América (la primera fue Santo Domingo, en la República Dominicana), y en cada una de ellas he aprendido algo nuevo sobre esa ciudad tan encantadora y tan íntimamente relacionada con España. Además, los puertorriqueños son los hispanoamericanos que más aman a los españoles. Aunque es un estado independiente de Estados Unidos, por sus gentes, su cultura y su lengua considero a Puerto Rico, la antigua Borinquen, como otro país diferente a pesar de que no está inscrito en las Naciones Unidas.

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Al aterrizar en la isla me dirigí al viejo San Juan, que era un poco estar en España, con sus callejones estrechos, casas encaladas con sus patios interiores llenos de macetas con plantas, los hombres jugando al dominó y a la brisca en las plazas, el monumento dedicado a Cristóbal Colón, además del idioma español, ya que solamente los más jóvenes y aquellos adultos cuyo trabajo estaba relacionado con el contacto de extranjeros, conocían el inglés. Todos hablaban tan rápido el español que a veces me resultaba difícil entenderles a la primera. Noté que mucha gente usaba el sonido «g» en vez de la erre doble, lo cual se consideraba normal. Al leer la frase: «debajo de un carro había un perro, le agarré el rabo y salió corriendo», se oía como: «debajo de un cago había un pego, le agagé el gabo y salió coguiendo».

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Puerto Rico es una isla muy bella, con tranquilas playas, intensa vegetación y temperatura tropical. Pero para mí su mayor atractivo lo constituía la simpatía de sus gentes para con los españoles; me preguntaban de qué región era nativo, y a todos les hacía mucha ilusión poder un día visitar España, a la que se sentían unidos sentimentalmente, y donde vivían aún muchos de sus parientes. Afirmaban muy seriamente que el idioma español jamás se perderá, pues es parte inseparable del carácter y cultura de los boricuas, que es como se denomina a los puertorriqueños. Una significante parte de su población estaba en desacuerdo con pertenecer a Estados Unidos, aunque todos reconocían que, de ser Puerto Rico totalmente independiente, el nivel de vida descendería drásticamente hasta alcanzar el de las otras islas de las Antillas, como Jamaica o Haití. Lo que sí que todo boricua odia es la aberración estadounidense de «americanizar» el nombre de Puerto Rico por «Porto Rico».

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El primer día caminé unos pocos minutos desde mi hotel hasta alcanzar el histórico castillo San Felipe del Morro, y después visité el castillo San Cristóbal y las murallas defensivas. Al día siguiente realicé un mini crucero en barco por los alrededores de San Juan. Otro día visité Utuado, donde se ubica un antiguo recinto llamado «Juego de Pelota» con piedras desparramadas circularmente con inscripciones de la cultura de los taínos, indígenas relacionados con los arahuacos, que poblaban las islas del Caribe hasta Venezuela a la llegada de los descubridores españoles. Y así, día a día, con base en la ciudad de San Juan, conocía un poco mejor esa hermosa isla.

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Durante la semana que pasé en San Juan no me olvidé de entrar en la catedral para rendir respetos al primer gobernador de la isla, el adelantado vallisoletano Juan Ponce de León, cuya tumba allí se preserva. Recientemente había leído un libro sobre su osada expedición a la Florida y sentía admiración hacia él. Aproveché esa visita a la catedral para comprarle un cirio al monaguillo del párroco. El octavo día de mi estancia en la isla de Puerto Rico me dirigí a pie al puerto de San Juan y viajé por primera vez en mi vida en un hidroavión. Mi destino eran las Islas Vírgenes de los Estados Unidos: Saint Thomas, luego volé a Saint John, y la tercera que visité fue Saint Croix.

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